viernes, 10 de octubre de 2014

Corazón de Luz, Alma de Tinieblas



CORAZON DE LUZ, ALMA DE TINIEBLAS

Jose Francisco Sastre García

Robert Erwin Howard... Creador de mundos salvajes, semicivilizados, de universos donde lo numinoso camina de la mano con la luz más prístina del amor, el valor y el honor; mundos iguales al alma de su autor, un personaje dicotómico en el que el corazón se dirigía por una ruta diametralmente opuesta a la que deseaba seguir el alma. Sus personajes manifiestan unas personalidades distintas, sorprendentes, fieles reflejos del carácter del tejano: la bravura indómita, aventurera y honorable de Conan; la melancolía un tanto misógina y sombría del rey Kull; el puritanismo a ultranza de Solomon Kane...
Un destino ciego e inmutable le guió firmemente, sin el menor asomo de compasión, por un camino tan pronto cuajado de crueles espinas como tapizado por bellos paisajes, una senda gris que oscilaba continuamente entre el ocaso de un mundo luminoso y el amanecer de un tiempo oscuro. Incapaz de romper el sino al que parecía inexorablemente abocado, su propio carácter le impulsó en una carrera desenfrenada, huyendo a veces de un amor exacerbado, a veces de un impulso aventurero incontenible e irreprimible, cayendo finalmente en el abismo que parecía esperarle, acecharle, prácticamente desde que nació. Y tal parece que así había de ser, ya que en Howard se produjo un fenómeno tan curioso como trágico: por una parte, su corazón se había volcado en un amor maternal que progresivamente fue estrangulándolo en su obsesión hasta convertir un día claro y soleado en un atardecer lleno de oscuras nubes tormentosas; al mismo tiempo su alma, aparentemente oscurecida por su deseo de riesgo y aventuras, alivió en parte su espíritu al alejar momentáneamente de su mente la obsesión maternal en la que se había deslizado.
A pesar de las huidas hacia delante en las que la luz y la oscuridad se entremezclaban en una gris amalgama difícilmente distinguible, siempre debió saber en su fuero interno que había caído en una red que él mismo había creado, en una telaraña que, al moverse, atraía hacia sí al cazador que era él mismo, con un resultado fatalmente inevitable.
Fue la enfermedad de su madre el detonante de su final: la luz de su amor se oscureció por completo, nublando aun su deseo de aventuras y envolviéndole en un capullo de preocupación y malestar, provocando un patético problema que no pudo ser capaz de resolver más que de la manera hacia la que le había guiado su oscuro destino.
Por fin, la partida de ajedrez que había mantenido durante toda su vida contra sí mismo se resolvió en un único movimiento, tan dramático como inútil: sobre un tablero en el que se había desdoblado en el rey blanco y el negro, donde las piezas blancas parecían llevar una clara ventaja, la mano del destino apartó la reina blanca, su madre, lo que provocó en el escritor un colapso definitivo. En un arranque de irreflexiva resolución, arrojó ambos reyes y optó por abandonar la liza. Sobre el tablero, entre las revueltas piezas, quedaron abandonados un fajo de grises documentos que le convirtieron en inmortal.

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