LA GÉNESIS DE LOS MITOS DE CTHULHU
Jose Francisco Sastre García
Resulta
cuando menos sorprendente, y en ciertos casos un tanto inquietante, descubrir
que algunas obras literarias calificadas habitualmente como ficción podrían tener
una base si no real o legendaria, sí al menos procedente de unos datos tenidos como
tales en ciertos círculos más o menos oficiales. Es el caso, por ejemplo, del inmenso
collage que Robert Erwin Howard compuso para crear la era hybórea por la que
camina un personaje tan conocido y carismático como Conan el Bárbaro.
Hay otro
caso que, poco a poco, va cobrando carta de irrealidad y de absurdo en lo que
respecta a esta posibilidad: los Mitos de Cthulhu, de Howard Philips Lovecraft.
En principio todo parece ser una invención de este escritor de Providence, el
producto de la fértil mente de un creador de terrores ajenos a nuestro mundo y
nuestro universo. Al menos, eso fue lo que él afirmó durante su vida... Y, sin
embargo, ciertos descubrimientos relativamente recientes parecen indicar que no
estamos ante una simple invención, sino ante algo más, probablemente el
resultado de unos conocimientos similares a los que demostró Howard para su era
hybórea.
Para
comenzar, podemos hablar acerca de Irem: según Lovecraft, se trata de una ciudad
en ruinas, perdida en medio del desierto árabe, la Ciudad de las Mil columnas,
solapada algunas veces con una ciudad más tenebrosa, la Ciudad sin Nombre... Pues bien,
acerca de esta ciudad hablan ciertas leyendas y tradiciones orientales, denominándola
precisamente así, Irem, la
Ciudad de las Mil Columnas; entre estas tradiciones destaca
una acerca de un misterioso grabado en la arcada de entrada a dicho lugar, una
mano o guante abierto y tendido, intentando alcanzar una llave de plata que, a su
vez, Lovecraft utilizó para su ciclo onírico: cuando la mano o guante logre por
fin aferrar esa llave, se desencadenarán tremendas catástrofes para la
humanidad (De hecho, una tradición similar se cuenta acerca de la Alhambra granadina, con
la diferencia de que lo que ocurrirá será que se descubran los tesoros que
guarda tal edificación en su seno). Al parecer, una foto de satélite ha
demostrado que Irem se halla precisamente donde la situó con bastante
aproximación el creador de los Mitos: en el Yemen, perdida en medio de la arena del inmenso
desierto árabe.
Siguiendo
en esta línea, las tradiciones y leyendas de la península árabe hablan también
de varias ciudades perdidas, aparte de Irem, en medio de Rub el Khali, el gran desierto
árabe (el cual, por cierto, actualmente se llama Dahna, y que los árabes llenan
de monstruos, demonios y ghouls, criaturas que aparecen con cierta frecuencia
en la obra del escritor de Providence), y curiosamente no dan nombre a ninguna
de ellas, como si fueran demasiado antiguas como para conocerlas más que de
vista...
Precisamente
eso es lo que hace Lovecraft, cuando en sus Mitos inserta el nefando lugar de la Ciudad Sin Nombre, un
lugar antiquísimo perdido en medio de este desierto, en la zona conocida como
Hadhramaut, la Muerte
Verde, habitado por unos seres de aspecto reptilesco, que
guardan muchos de los secretos de los Mitos, y a donde llegó el árabe loco
Abdul Alhazred en busca del conocimiento prohibido para escribir Al Azif, el Necronomicon.
Hablemos
ahora de su cosmogonía: en el trasfondo de los Mitos, como bien se ha escrito
ya más de una vez, subsiste la eterna lucha entre el Bien y el Mal, la Luz y la Oscuridad, aunque los
cambios que Lovecraft aplica le dan un toque inquietante, pues no se decanta de
forma definitiva por ninguna de las dos; si acaso, prevalece el orden de forma
endeble, debilitada, evitando simplemente que el Caos se apodere del mundo: los
protagonistas son habitualmente como briznas de paja zarandeadas por un
huracán, personas que terminan lamentablemente locos, muertos o misteriosamente
desaparecidos.
De entre
los principales seres que acosan al ser humano, uno de los más preponderantes
en la obra del escritor norteamericano es Cthulhu, una inmensa criatura de
apariencia de hombre con cabeza de pulpo, alas de murciélago y cuerpo gomoso de
sustancia ajena a nuestro universo, que yace en el fondo del Pacífico, cerca de
la isla de Pohnpei (la antigua Ponapé), en la que hallamos unos enigmáticos
restos megalíticos conocidos como las ruinas de Nan Madol, pertenecientes a una
antigua ciudad de la que no se sabe gran cosa. Este nombre de Cthulhu tiene
varias procedencias posibles, de las que vamos a exponer ahora un par de ellas
y dejar otra para más adelante:
–
Por
una parte su raíz es prácticamente la misma que la de Cthon, una antigua deidad
de carácter ambiguo, que parece dominar el subsuelo y poseer una cierta
relación con los ritos de fecundidad y fertilidad. De hecho, las referencias a
esta entidad parecen conducirnos al hecho de que pudiera tratarse del nombre
dado a la energía telúrica, conocida también como energía cthónica, una energía
que circula por el interior del planeta como si se tratase de la savia que
insufla la vida... Puesto que esta energía no sólo es subterránea y emerge a la
superficie sólo en determinados lugares marcados por hitos megalíticos o
arquitectónicos con un carácter eminentemente sagrado o esotérico, al igual que
ocurre con los puntos de acceso de los Primigenios de los Mitos, y que, además,
este tipo de energía está también interconectada con las corrientes
subterráneas, la relación con el dios demonio acuático parece bastante
evidente.
–
En
este segundo caso la relación es meramente fonética, por lo que es bastante
probable que no tenga nada que ver con el caso que nos ocupa. En resumidas cuentas,
en la región de Uttar Pradesh, en la
India, existe una localidad llamada Kulu. Pero no hay nada
más en este sentido que nos haga pensar que pueda no ser otra cosa más que una
coincidencia (a pesar de no creer personalmente que exista tal concepto).
No es la
única deidad que parece surgir de terreno más o menos conocido: Dagon, dios de
las aguas entre los antiguos pueblos de Oriente Medio, está representado de la
misma manera en los Mitos, aunque con un carácter mucho más marcadamente maligno;
y entre los Dioses Arquetípicos, supuestos representantes del Bien, Lovecraft sólo
nombra a Nodens, su jefe, término que, en esta ocasión, tiene una procedencia
más que evidente: Nuadens Argatlam, Nuadens el de la Mano de Plata, una divinidad
de la mitología céltica.
A los
dioses-demonios que intentan sojuzgarnos les sirven razas extrañas, en algunos
casos alienígenas y en otros subhumanas, producto de un impío mestizaje entre la
raza humana y otra distinta. Éste es el caso de los Profundos, unas criaturas
anfibias, marinas, que rinden pleitesía y obediencia absoluta al Gran Cthulhu:
de aspecto humanoide, tienen características de rana, pez y pulpo, con
branquias en el cuello y escamas por todo el cuerpo. Estos seres tienen su
equivalente en las leyendas gallegas de los marinhos, obispos marinos,
tritones, sirenas, nereidas, etc.
Además de
estos detalles, tenemos las alusiones astronómicas; en la obra del creador de
los Mitos aparecen continuas referencias de este tipo: Nodens y los suyos moran
en Betelgeuse, Hastur el Inefable en el lago de Hali, cerca de Carcosa, en Celaeno,
en las Híadas... Bien, Betelgeuse, al igual que Celaeno, son estrellas que podemos
ver en nuestro firmamento, mientras que las Híadas son un cúmulo estelar como,
por ejemplo, el de las Pléyades.
Por otra
parte, y continuando con el origen de los Mitos, debemos analizar un punto
clave en toda esta obra: el Necronomicon. Se trata del volumen nigromántico y oscuro
más famoso de la historia de la literatura. Creado íntegramente por la imaginación
de Lovecraft, ha sido perseguido y buscado durante años por gentes de todo
tipo: crédulos de los Mitos de Cthulhu, fanáticos adoradores de extrañas sectas
basadas en la obra del genio de Providence... El título de este libro aparece
como el más buscado en las librerías especializadas, e incluso en la obra del
escritor norteamericano se asegura que está guardado bajo siete llaves en
diversos lugares del mundo, aunque aquí hay una pequeña incongruencia: según
Lovecraft sólo existen tres copias, mientras que los exégetas de la cosmogonía
de los Mitos cuentan que se encontraría en multitud de lugares: el British
Museum, la
Bibliothèque Nationale de París, la Universidad Miskatonic
de Arkham (inventada a su vez por el gran escritor norteamericano), la Biblioteca de la Universidad de Buenos
Aires, la Biblioteca
de San Marcos en Lima, la
Biblioteca Widener de Cambridge, la Biblioteca del
Vaticano, la Biblioteca
del Cairo, e incluso en el Archivo de Simancas... Demasiadas copias, desde
luego, debidas seguramente a las aportaciones de otros escritores que metieron
su mano en los Mitos: Augusth Derleth, Frank Belnap Long, Brian Lumley, Ramsey
Capbell, Henry Kuttner, Robert Erwin Howard... Y siempre las indicaciones son
claras y precisas: secciones, apartados, cajones que realmente existen, y en
algunos casos etiquetados como “material prohibido”, en un delirante detalle de
investigación que nos hace sospechar de la información que poseía Lovecraft.
¿Acaso se tomó la molestia de investigar todos esos lugares? ¿Es que el libro
existe y está férreamente escondido? ¿O, más bien, estamos ante la intervención
accesoria de otros escritores que se dedicaron a sembrar confusión en torno a
este tema?
De hecho,
en ningún momento el escritor de Providence aseguró que su obra no fuese
ficticia, a pesar de los intentos de algunos investigadores por asimilar el
contenido del maléfico volumen, al que cada escritor incorporó textos a su
libre albedrío, con títulos como el Liber Loagaeth de John Dee, el Sauthenerom
o Libro de la Ley
de la Muerte,
el Kitab-al-Uhud, La
Clavícula de Salomón, el Quinto y Sexto Libro de Moisés, la Espada de Moisés, o el
Papiro de Leyden, sobre algunos de los cuales pesan serias dudas acerca de su
existencia.
Y ahora,
para avivar de nuevo la hoguera de la polémica, una nueva astilla procedente de
investigaciones teóricamente serias: el Liber Loagaeth anteriormente citado,
conocido como el Libro de Enoch, de Edward Kelly, el principal colaborador de John
Dee, un extraordinario personaje del siglo XVI, del que se decía, entre otras
cosas, que podía ponerse en contacto e invocar a ángeles, demonios o a los
mismísimos muertos. Esta obra está escrita en clave, bajo el formato de 101
tablillas de signos distribuidos en tablillas de 49 x 49 y 36 x 72 caracteres;
aparentemente, no pudo ser descifrada hasta la aparición de los ordenadores,
por un informático llamado David Langford.
Este
proceso fue publicado en la revista “Mundo Desconocido” en 1981, mostrando un
resultado excepcional: al parecer, los textos aludían a los dioses y lugares, con
los nombres ligeramente distorsionados pero perfectamente reconocibles, de la mitología
lovecraftiana, lo que hizo que algunos llegaran a pensar que el libro de Enoch fuera
en realidad el tan temido Necronomicon, y que el árabe loco Abdul Alhazred no fuera
más que un acróstico de John Dee.
Esta
supuesta revelación plantea, en realidad, más preguntas que respuestas, porque
deja en el aire una serie de datos que parecen contradictorios, incongruentes,
y que habría que determinar con claridad para poder avanzar en un asunto tan
complejo como éste:
–
¿Realmente
la traducción del texto tuvo lugar tan tarde? La publicación de la obra de
Lovecraft fue anterior, lo que hace sospechar que alguien fue capaz de
desencriptar el Libro de Enoch mucho antes, y que el genio de Providence tuvo
acceso a semejante información; o bien, que hubo una corriente seguidora de la
obra de John Dee, que mantuvo oralmente sus conocimientos y el escritor
norteamericano entró en contacto con ellos en algún momento.
De hecho,
se ha especulado mucho acerca de la relación del creador de los Mitos con las
ciencias ocultas y el esoterismo, pero no parece que sea una vía que lleve
demasiado lejos: aunque su padre era masón, al parecer no poseía el grado
suficiente como para tener acceso a una información tan privilegiada; y él
mismo, aunque seguramente pudo hacer algunos pinitos en ese complicado mundo,
no resulta demasiado probable que pudiese llegar demasiado lejos en semejantes
estudios.
–
¿Es
la traducción correcta? Cuando hablamos de textos en clave, podemos encontrarnos
en ocasiones con más de una solución al enigma. ¿Cuál sería la correcta? A modo
de ejemplo, podemos observar que se sabe perfectamente que los jeroglíficos
egipcios tenían más de una lectura: los sacerdotes del País del Nilo poseían
unos conocimientos que, desgraciadamente, se han perdido en su mayor parte,
conocimientos que intentaron transmitir tanto oralmente como por medio de una
escritura de múltiple lectura. Así pues, ¿y si el señor Langford se hubiese conformado
con un primer resultado aparentemente positivo pero, en realidad, hubiera más?
No es la primera vez que sucede esto: el célebre manuscrito Voynich, atribuido
a Roger Bacon aunque no es totalmente seguro que sea suyo, ha sido
supuestamente traducido varias veces, tanto en la realidad como en la ficción,
y en cada caso ha dado un resultado distinto: se ha hablado de un herbolario,
de un tratado de medicina, de astronomía, de alquimia... Y Colin Wilson, en una
de sus novelas, nos dice que su título es Necronomicon. ¿Acaso Bacon se tomaría
tantas molestias para esconder un tratado de botánica, medicina, astronomía,
cosas que en su época se conocían perfectamente y no resultaban tabúes para
nadie, a no ser que se tratara de conocimientos desconocidos y prohibidos que
el stablishment hubiera hecho desaparecer de saberlo? ¿Qué clase de
conocimientos podrían ser? En cualquier caso, hoy en día se da por hecho que su
secreto sigue a salvo, a los ojos de todo el mundo pero sin mostrarse a las
claras.
–
En el
supuesto de que, efectivamente, el libro de Enoch sea la base sobre la que se
sustenta la cosmogonía maldita que creó Lovecraft, ¿en qué lugar nos sitúa eso?
¿Estamos hablando de una realidad nefasta, que nos acecha desde algún remoto
lugar de nuestro planeta o del espacio-tiempo, o de una colosal broma que el
mago de la corte isabelina montó para reírse de los crédulos que buscan para
resolver su vida, para buscar el Poder, los secretos del Cosmos? Lo más
probable, a mi entender, es que John Dee hubiera tenido acceso a viejas
leyendas acerca de la génesis del hombre, leyendas que no tienen necesariamente
por que ser completamente verdad, aunque en ellas haya algún trasfondo de autenticidad.
¿Cuál sería? ¿Las fungosas anormalidades que esperan pacientemente a que se
abran los portales para entrar a saco en nuestro mundo? ¿O, sencillamente, la
eterna lucha entre el Bien y el Mal? En cualquier caso, está claro que John Dee
consideró este conocimiento lo suficientemente peligroso y prohibido como para
ocultarlo a los ojos de los hombres, ya fuera para protegerlo de la censura
oficial, ya fuera para protegernos a nosotros de la locura y el caos...
Bibliografía:
Los Mitos de
Cthulhu, Alianza Editorial.
Año Cero, Año
IX, nºs 8 y 3.
Más Allá, nº
139.
Enigmas, Año
VI, nº 7.
Lo Inexplicado.
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