sábado, 25 de febrero de 2017

19. EL RENACIMIENTO

THE NEW LHORK HERALD TRIBUNE

EL RENACIMIENTO



Erre.- Desde que la Gioconda había abandonado a Lhorknardo Da Vinci, éste se había visto compungido y lamentoso cual perro gimoteante. Entre ellos había habido algo más que una simple relación de pintor y modelo, algo que era bien sabido por la sociedad de la época.
            Y ahora, el pobre Lhorknardo andaba como alma en pena, sin preocuparse de sus inventos ni de sus  descubrimientos, pensando qué era lo que había hecho mal, por qué aquella cruel mujer, o mejor dicho, aquella cruel reinona, le había abandonado tras obsequiarle tantos años con su enigmática sonrisa. El último día, tras una violenta discusión, había estado a punto de romper su retrato, aunque, movida quien sabe por qué misterioso instinto, le dijo a su ex innamorato unas extrañas palabras: “Esto te lo dejo: más adelante, la gente sabrá de mi belleza y se enamorará perdidamente de mí”. Lhorknardo no sabía a qué se refería, ni le importaba un comino; lo único que quería era la Monna Lisa se quedara junto a él, pero, al final, había huido al Tíbet con un apuesto y joven lama, del que había confesado haberse enamorado tiempo antes.
            Lo que más le dolía aquellos días era que la fuga se había producido llevándose uno de los inventos del genio: una bicicleta de dos plazas, algo que Lhorknardo había bautizado con un palabro muy raro, algo así como “tándem”.
            Había demostrado ser una buscona, pero el apenado inventor seguía queriéndola con locura. Apenas comía, ni salía a la calle a hacer footing o pasear al perro, y mucho menos a tomar copas con los amigos, quienes trataban de consolarle y animarle, aunque sin el más mínimo éxito. El hombre, desconsolado, había escrito incluso a alguno de aquellos programas que por aquel entonces hacían furor, dedicados a desfacer entuertos amorosos entre personas peleadas. Pero ni aún así pudo conseguir que el amor de su vida volviera a él: en el programa le habían dado largas, diciéndole que era normal, que un vejestorio como él, y además más pendiente de la cultura y del arte que de mantener el amor con la mujer a la que deseaba, no podía ser rival digno para un estulto joven, guapo, con un lamasterio de su propiedad en el Tíbet y, además, muy versado en temas filosóficos y religiosos, siempre envuelto en mantras, tulpas, y otros palabras mucho menos entendibles.
            Al final, Lhorknardo se mosqueó lo suficiente como para tomarse a pecho lo de llevar los cuernos con dignidad: estaba dispuesto a quitarse como fuera unos apéndices que le obligaban a agacharse cada vez que quería pasar por las puertas, y cansado de que, en la calle, todo el mundo le señalara y se riera de él. Hasta el propio duque Sforza, cansado de sus dislates (pues había llegado a extremos tan inconcebibles como ridículos, y ya no se acordaba si se vestía o no, o llegaba a increpar a cualquiera por un quítame allá esas pajas. Menos mal que el genio no llevaba armas, pues, de lo contrario, la Humanidad habría tenido un montón de inventos menos y una boca menos que alimentar), le advirtió que aquella situación no podía durar más: El lloroso anciano, compungido, en un lamentable estado, no daba pie con bolo, y cada vez que presentaba a su mecenas un invento, éste se disparataba cual artefacto gnomo: si era un globo aerostático, se pinchaba y llevaba a las pobres víctimas del experimento a un viaje alrededor del mundo, con final vaya usted a saber dónde; si era un cañón, reventaba en las narices del usuario; si un teléfono, la comunicación se cortaba una y mil veces; si una televisión, la señal no llegaba lo suficientemente clara y, encima, cogía los canales marcianos en lugar de los italianos.
            Así que Lhorknardo recibió un ultimátum: debía volver a la normalidad, o atenerse a las consecuencias. El duque le había presentado en varias ocasiones a varias de sus amigas, hermosas damas que hubieran hecho las delicias de cualquier caballero de aquella época, pero el genio no tenía ojos más que para aquélla que le había abandonado.
            Finalmente, optó por llevar a cabo el mayor de sus inventos: un aparato volador que imitaba a los pájaros, esto es, que volaba a tracción animal, mediante la agitación ininterrumpida de sus alas merced a los brazos del usuario.
            Lo probó varias veces, con grave riesgo para su integridad física, pero no conseguía que funcionara en condiciones: primero fueron rasguños por todo el cuerpo, después una brecha en la cabeza, a lo que siguió un brazo roto y aun un par de costillas hundidas.
            Pero no se amilanó el inventor: descubrió que lo que le faltaba a su invento era un impulso horizontal lo suficientemente fuerte como para mantener el aparato flotando, así que se dedicó a pensar concienzudamente hasta descubrir el motor de combustión.
            Una vez conseguido su gran invento, el avión, se dedicó a perfeccionarlo con pequeños detalles, mientras su mente, maquiavélica, comenzaba a darle vueltas a un mefistofélico plan.
            Cuando todo estuvo ultimado, puso su aparato en marcha y viajó hasta el Tíbet, hasta la lamasería en la que tenían su nidito de amor la Gioconda y el lama. Apenas la tuvo a la vista, comenzó a abrasarla a base de misiles, cohetes y fuego de ametralladora pesada, dejando caer en varias pasadas tremendas bombas de nápalm que arrasaron el edificio de una esquina a otra. Y cuentan las crónicas que mientras hacía todo aquello, se le podía oír gritar como un energúmeno cosas como: “¡Toma esto, pendón verbenero! ¡Te vas a enterar, santo de tres al cuarto! ¡Sal si te atreves, pendón desorejado!”
Al final, el lama respondió a sus gritos y salió del lamasterio con un bazooka entre las manos, que apuntó cuidadosamente y disparó, consiguiendo un pleno que le valió el grito de la Monna Lisa de “¡Strike!”. Aún así, Lhorknardo se mantuvo en el aire, hecho que ocasionó la inmediata intervención del colérico dios Yama, quien, cansado de ver las vejaciones a que estaba sometiendo el inventor a su hijo bienamado, le arreó un papirotazo que le arrojó del cielo dando más vueltas que una peonza.
Entre gritos de rabia y dolor (Se cuenta que se le oyó una expresión que decía algo así como “¡Esto es un infienno! ¡No siento las piennas!”), Lhorknardo cayó a tierra, quedando hecho unos zorros. Del aparato aéreo no quedaron ni las varillas, y el lama, en lugar de rematarlo, lo acogió como santo varón y le cuidó hasta que sanó de todas sus heridas.
            Lhorknardo se enterneció ante tal actitud, pues, procedente de una tierra en la que se practicaba el ojo por ojo y el pragmatismo estaba a la orden del día, y decidió quedarse en la lamasería y rezar junto a su amada y su amigo.
            Algún tiempo después, las habladurías corrieron de boca en boca: se rumoreaban cosas sobre un ménage a trois entre tres hombres, sobre que aquello no podía funcionar, sobre que el lama y Lhorknardo habían vuelto a enzarzarse en nuevas peleas a causa de los rezos, que el genio quería modificar a su antojo... Mas la realidad era que los tres tortolitos estaban perfectamente avenidos, y que el inventor había conseguido, gracias a sus inventos, que el lama consiguiera ascender en el escalafón a la categoría de Dalai Lama.
Jose Francisco Sastre García


Nota de la redacción: una vez más, de nuevo con ustedes para comentarles la última crónica de cierto personaje que se llama llamar periodista, articulista y otros títulos de los que no ha oído hablar en su vida.
            Creíamos haber encontrado la solución para acabar con todos nuestros problemas: la redacción, al completo, había sido minada de esquina a esquina, con aparatos de gran potencia, sin dejar el más mínimo resquicio. El plano que indicaba la posición de las minas era único y lo guardaba el presi en la caja fuerte bajo siete llaves.
            Sin embargo, hace un par de noches, el vigilante que tenemos contratado (Pobre hombre, lo que tiene que sufrir con estos acosos por parte del Sr. Sastre), escuchó una extraña voz que provenía de la sala principal de la redacción. Al asomarse, vio un espectáculo asombroso: nuestro antiguo articulista, con un papel en la mano derecha y una botella en la mano izquierda, se tambaleaba entre las minas antipersona, cantando a voz en grito “¡Un pasito p’alante, un pasito p’atrás!”, mientras seguía el ritmo que marcaba entre las minas. Al parecer, el papel que miraba tan frecuentemente, y que dudamos seriamente que lo pudiera ver con claridad debido a la tajada que nos dijo el vigilante que llevaba encima, era un plano de la colocación de las minas. Había llegado ya junto a un ordenador, y se había sentado a escribir el artículo que han tenido ocasión de leer con anterioridad. Cómo había podido conseguir el plano, es algo que no conseguimos explicarnos, a no ser que tengamos un topo en la redacción.
            El guardia de seguridad, al ver la situación, optó por no hacer nada: sin un plano del minado, era muy arriesgado introducirse en la sala principal de la redacción sin volar en el intento. Así que le dejó ir cuando terminó. Antes de salir por la puerta principal, se volvió hacia nuestro empleado y se despidió de él con una voz tan gangosa que apenas pudo entenderle.

            ¡Estamos hartos! ¡Queremos su cabeza en una pica! ¡Queremos que se le crucifique en el desierto!

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