sábado, 18 de marzo de 2017

20.- LA INQUISICIÓN

THE NEW LHORK HERALD TRIBUNE

LA INQUISICION



Erre.- Lhorkemada estaba realmente furioso; no conseguía que el prisionero que tenían encarcelado confesara su crimen, su horrible crimen; y sus verdugos se mostraban impotentes para sonsacarle la verdad: ni los hierros al rojo, ni el potro, ni la dama de hierro, ni la gota de agua... No había habido manera de que el hermético condenado hablara.
            Se había recurrido a extremos aún mayores; se le había amenazado con quemar a su familia en la hoguera, pero ni por esas el pobre cardenal había conseguido una confesión.
            -Desde luego, hay que ver la poca consideración que tiene la gente de hoy en día hacia los demás –murmuraba frecuentemente-. Uno está cumpliendo con su trabajo lo mejor que puede, y ¿qué hacen los demás? ¿Colaboran? ¡Qué va! Desagradecidos...
            Había adquirido la sana costumbre de hablar solo (para que hablar con los demás, si no se molestaban en contestarte), y le había dado por comprarse un loro que llevaba a todas horas al hombro, al que le contaba sus cuitas.
            Desesperado a causa de aquel prisionero tan recalcitrante, decidió recurrir a nuevos métodos de tortura, enviando embajadores al imperio Chino para informarse de sus técnicas.
            -¡Vamos, habla! ¡Confiesa! –gruñían los torturadores una y otra vez, pero el hombre no se dignaba abrir la boca, se limitaba a gemir de dolor y a agitar la cabeza negativamente-. Venga, sé buen chico –le animaban-. ¿No ves que a nosotros nos duele tanto como a ti? ¿No comprendes lo que sufrimos cuando te vemos penar de esa manera?
            Aun así, los pobres hombres no habían sido capaces de arrancarle una palabra al infortunado reo. Los cargos contra él eran muy graves, le había acusado un noble de muy alto rango (se hablaba incluso de que había sido el propio rey), debido a lo que había hecho con su hija. En condiciones normales, habría sido ajusticiado al momento, quemado en la hoguera como un simple pincho moruno, pero el cardenal Lhorkemada no quería dejar escapar una ocasión como aquélla.
            -¡Tiene que hablar! ¡Tiene que hablar! –gritaba a los carceleros.
            Desde luego, había que reconocer que el condenado tenía cuajo: ni siquiera las amenazas más feroces, como la de hacerle escuchar durante 24 horas seguidas la música gregoriana, conseguían que abriera la boca y confesara abiertamente. El cardenal estaba, por una parte, emocionado y admirado del hombre, de su estoicismo, y por otra sumamente cabreado: tras tantos procesos de brujería, tras tantas confesiones recabadas a base de torturas y sobornos, tras tantos éxitos en su carrera de inquisidor, que le habían dado una inmejorable fama de ser un auténtico azote de los herejes, infieles y paganos, llegaba aquel tipo y se cargaba su gloria de un plumazo. Pues no: no estaba dispuesto a admitirlo, no señor.
            -Mira, si confiesas, haremos lo posible por dejarte libre –le aseguró un día en el colmo de la desesperación-. Mira, desde que hiciste lo que hiciste a la princesa, no ha vuelto a levantar cabeza: no para de pedir más y más, y la gente ya chismorrea más de la cuenta. Sabemos que fuiste tú, tenemos testigos del hecho, pero necesitamos una confesión firmada.
            El condenado le miraba con resignación, con un brillo de fatalismo en sus ojos; parecía comprenderle, entender su actitud, pero se negaba en redondo a hablar.
            -¡Qué hables, cuernos! –se indignaba a menudo el cardenal Lhorkemada, para, a continuación, ponerse a llorar amargamente delante del prisionero-. Pero, ¿qué te he hecho yo para merecer esto? ¿Es que quieres arruinar mi reputación? ¿Qué es lo que quieres a cambio de tu confesión? ¿Tierras, riqueza, mujeres? ¿Por qué no te comportas como un buen chico, y nos cuentas todo lo qué sabes? ¿No harás eso por mí, por tu querido amigo Lhorkemada? Pide por esa boca, y lo tendrás en cuanto me digas dónde has escondido los números de “Weird Tales of Lhork” que enseñaste a la princesa, y con los que se volvió tan loca de contento. Vamos, habla, dime algo.
            Pero siguió sin abrir la boca.
            Así pasaron los días, los meses, los años. El misterioso prisionero, llagado, herido y ultrajado de mil maneras posibles, pasó a convertirse en una leyenda de la época: El hombre de los fanzines de Lhork. Unos especularon con que se trataba de un noble caído en desgracia, otros que era un pobretón muerto de hambre que había tenido la desgraciada mala suerte de encontrarse varios números de la legendaria revista creada por San Lhork de Arenjun, de la que sólo se hablaba en susurros por haber sido declarada hereje y sacrílega (en realidad, esto había sucedido porque había ciertos estamentos que veían muy mal que el pueblo llano se entretuviera leyendo en lugar de dedicarse a otros placeres más terrenales por los que se les pudiera castigar con el infierno); el caso es que la leyenda fue creciendo, y el populacho cada vez gritaba más alto, en demanda del conocimiento de la personalidad del misterioso prisionero.
            Un buen día, el cardenal tuvo una súbita inspiración. Le acometió un miedo cerval, un pánico irresistible al darse cuenta de algo fundamental para su investigación. Atravesó corriendo la ciudad, en pijama y zapatillas, pues tal iluminación le había sobrevenido cuando se despertaba, y no había tenido tiempo siquiera de vestirse, y entró a saco en la prisión, voceando como un loco y exigiendo ver al reo.
            Cuando estuvo frente a él, ordenó a uno de sus torturadores que le aplicara los hierros por enésima vez, en un gesto rutinario que se le había quedado pegado. Los alaridos y el olor a carne quemada inundaron el estrecho ambiente de la mazmorra, aunque el hombre siguió sin soltar prenda. A continuación, el cardenal ordenó a sus hombres que abrieran la boca del hombre.
            Durante unos instantes, se quedó paralizado, el cuerpo temblando, los ojos desorbitados, la mandíbula colgándole a la altura del esternón. Después, en un alarido de frustración, amargura y resentimiento, alzó los brazos al cielo y, clamando a Nuestro Señor, salió de la celda en medio de fuertes voces y lamentos, quejándose de lo ingrato que llegaba a resultar aquel trabajo que Dios le había dado, y de que había perdido una estupenda oportunidad para conseguir los números que le faltaban de la dichosa revista de Lhork.
            Los torturadores, no demasiado sorprendidos ante tal actitud (no en vano llevaban muchos años al servicio del cardenal), se miraron entre sí y se tocaron significativamente las sienes, expresando un sentir general que corría de boca en boca por toda la prisión. Miraron curiosamente al prisionero, con la boca abierta todavía, y se echaron a reír.
            ¡El hombre no tenía lengua! ¡Se la habían arrancado al principio de las sesiones de tortura! ¡Era mudo, no podía hablar!
Jose Francisco Sastre García



Nota de la redacción: en fin, qué le vamos a hacer. No hay manera de deshacernos de él. El señor Sastre, nuestro ex-articulista, es como el desodorante Rexona, que no nos abandona.
            Hemos decidido decretar una tregua, y solicitar una reunión con el interfecto para ver si podemos conseguir de alguna manera que deje de perseguirnos por todas partes. Su locura maníaco-depresiva, con ribetes esquizoides y comportamientos claramente paranoicos y conspiranoicos, está haciendo que nos contagiemos poco a poco y que terminemos con un estado de nervios tal que necesitamos Valium 100 para poder acudir todos los días al trabajo, temblando ante la posibilidad de que durante la noche se haya infiltrado en la redacción y haya vuelto a hacer de las suyas.
     Cuando llegó a la reunión, casi nos echamos a reír: iba en cueros, excepto por un taparrabos de lo que parecía piel de rata, y unas sandalias de corte griego, de las que se atan al tobillo mediante tiras de cuero. Nos exigió que le readmitiésemos y que confesáramos nuestro plan de dominio del mundo, ese supuesto contubernio lhorkiano que se había empeñado en desvelar ante el mundo. Como tal cosa, como ustedes saben, no existe, le ofrecimos su antiguo puesto con la única condición de que se dedicara a hacer punto de crucetilla y nos dejara en paz; su respuesta fue un rugido de rabia y retirarse de la reunión amenazándonos con volver.

2 comentarios:

  1. F. Javier Hernández18 de marzo de 2017, 10:17

    Inmenso, como siempre. Un relato deSastre genial.

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  2. Buenas tardes, Javi. Muchas gracias, pero no es para tanto, jajaja... Un breve artículo en plan libre, sin trascendencia, de la serie que ya conocíais de antaño... Todavía quedan unos pocos hasta el final. Escrito cuando todavía me quedaba bastante sentido del humor, jajaja...

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